Ser o parecer
Existe un bucle
maléfico que se perpetúa en el comportamiento de las buenas gentes que
intentan ser felices. Un bucle que, por desconocido, se repite continuamente
dejando atrapada a la persona en un escenario irreal y que no le
permite encontrar la satisfacción.
Cuando de niños no
recibimos la aceptación de ser queridos por lo que éramos,
sino por lo que los padres consideraban que debíamos ser, el niño, cuya
primera necesidad es ser amado, decide sin darse cuenta, por supervivencia,
escindirse de su ser real y comienza a aparentar ser el niño que
sus padres quieren.
Sin embargo, esa
escisión, aunque parezca que funciona al conseguir una aceptación mayor por
parte de los padres, deja al niño separado de la capacidad de ser él mismo,
aunque por costumbre, a fuerza de repetición, el ser real, el corazón sincero,
la verdadera naturaleza de cada uno quedará sumergida en el inconsciente. Desde
allí, ejerciendo una fuerza telúrica e ignota, forzará a la persona a intentar
experimentar aquello que no fue posible, que fue prohibido, que no se le
permitió, que pasará a ser un ideal futurible. Pero lo prohibido primario, la
emoción que no quisimos sentir, por inconsciente y escindida, no lo podemos
comprender, así que intentaremos conseguir el falso ideal intentando llegar a
él por sustituciones.
Así, por ejemplo, el
niño que no fue escuchado por sus padres, buscará que todo el mundo le escuche, intentando en realidad conseguir sentirse querido. Para ello hablará
mucho, con todos, de manera pesada y plomiza, con lo cual resultará aburrido
para la gente, que le dará la espalda. Ese rechazo le resonará en su
interior como aquel otro primario y le hará sentirse aún menos querido, con lo
que intentará hablar más para conseguir más atención, y conseguirá menos. Ese
es el bucle maléfico. Aunque lo consiguiera, aunque la necesidad
sustitutiva le resultara exitosa, sin embargo no le hará sentirse satisfecho,
porque la primera, la oculta, no ha sido satisfecha: por mucho que el mundo le
oiga, sus padres no le escucharán, no se sentirá querido por lo que es e
intentará entonces parecerlo. Fútil intento.
Aunque los mecanismos
de ese bucle son variados y retorcidos, casi todos los problemas tienen su
origen en la huida de aquella sensación infantil de no ser amado por si mismo
y, sobre todo, en la huida de lo que ese desamor significa para el
"yo".
De esa manera, por
ejemplo, los culpables huyen del miedo a perder su idea de sí mismos,
los racionalistas esconden su emoción con palabras, los avergonzados se culpan
para no sentirse desalmados, los prepotentes esconden su inferioridad, los
violentos su miedo, los despectivos su autodecepción, los cínicos su tristeza,
los histriónicos su maltrato, los enfermos su falta de cuidados, los bocazas su
falta de atención, los autobombo su denigración, los dominantes su
impotencia... Y así podríamos dar mil posibilidades. Todos ellos
inocentes, intentando encontrar en otros lo que perdieron de sí mismos. Sin
embargo, ninguno de ellos podrá sentirse satisfecho porque son
necesidades sustitutivas de la original. No funcionará. El
parecer no podrá sustituir al ser. Y además, sin toma de conciencia, sin
contacto emocional, sin superación del problema, se pasará el conflicto
generación a generación.
Sin embargo, el ego,
en su delirio, prefiere no verse, no sentirse, no ver la verdad. El ego, en su
miedo, prefiere engañarse con sustitutivos, prefiere parecer a ser, y así se
repite el bucle. Y sobre todo piensa: "a mi eso no me pasa".
El ego, en su cerval
miedo al desamor, prefiere tener razón a ser feliz.
Mariano Alameda
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