Si tus
padres los hubiesen tenido curados, habrían sido adultos sin demandas
compulsivas, sin rechazos intensos, sin rasgos de carácter excesivos, sin todas
esas cosas que tanto pudieron hacerte sufrir.
Si tus padres
hubieran tenido su niño interno con ellos y amado, habrían comprendido cómo era
el tuyo, y habrían sabido acompasarlo y acompañarlo, modularlo y respetarlo,
impulsarlo y favorecerlo.
Si tus padres
hubieran sido criados por unos padres que, a su vez, hubieran tenido sus niños
internos bonitos e inocentes, habrían sido unos adultos sanos y lúcidos y
habrían sabido enseñarlo siendo padres y tú también lo serías ahora contigo y
con tus niños.
Hicieron lo que
pudieron con lo que supieron por lo que les hicieron.
Ahora que somos
mayores, podríamos rescatarnos. Sin embargo, dormimos y envejecemos.
Los dolores de
los niños internos se transmiten de generación en generación, de manera
inconsciente, porque los niños internos suelen estar encerrados en las
mazmorras del inframundo personal, aunque sus demandas, sus rabietas y sus
dolores, se oyen como ecos profundos en nuestro karma, en nuestros dolores
corporales, en los daños de nuestros hijos, en las compulsiones que nos
persiguen. Los niños internos encerrados en las mazmorras internas no dejan de
llorar, pedir o gritar asustados por los espectros de la infancia. Lo que pasa
es que engordamos, nos embrutecemos, nos distraemos, nos mentimos, nos
atacamos, nos hacemos adictos, consumimos, nos fingimos insensibles, nos
creemos rendidos, o fracasados, o enfadados, todo ello para no escuchar el eco
de los lamentos y las rabietas de los niños internos doloridos encerrados en
las celdas nuestra psique. Ya no recordamos que al encerrarlos para no sufrir,
los encerramos junto con sus miedos, sus dolores, los abandonos, las soledades,
las incomprensiones y las penas. Y ahí los dejamos solitos encerrados con su
miedo, con demonios y dragones vigilando las puertas para que no se
escape el niño. No puede irse, el niño es el tesoro que guarda el dragón,
el tesoro divino que reside en el corazón de todo niño.
Pero si ahora,
investidos de sabiduría y conciencia, de poder y de energía, de certeza y
compasión, de intención y de persistencia, entráramos en las marañas oscuras a
salvarlo con nuestro traje de guerrero o de amazona, si entráramos en los
laberintos internos a rescatar a ese niño que fuimos, quizá tendríamos que
pelear con algunos dragones, algunos demonios y algunos minotauros que lo
retenían y asustaban. Y tendremos que matarlos y matarnos un poco e
integrarlos. Lo que nos sorprenderá saber, con la espada desenvainada ahora y ya
triunfante, es que esos dragones tan temibles -que también eran en parte,
nosotros- solo asustan a los niños, no a los adultos, no al capitán, no a la
cazadora, no a la chamana rescatadora que somos ahora.
Imagina, pues,
a tu niño encerrado hasta ahora viendo como tú mismo o tú misma como un mago
apareces entre las tinieblas a rescatarle tras haber derribado las puertas,
rotos los candados y haciendo huir a los carceleros. Y desde los ojos del niño,
entre las rejas de los antiguos dolores ya en fuga, ves el poder y la sabiduría
reconocida que te viene a buscar para abrazarte y jugar contigo. Y reconoces
ese poder, lo reconoces como propio, ves desde el niño que sus ojos son
tus ojos, y que el niño que eres es el niño que viene. Y te llega la euforia
infantil de saberte querido y valorado, comprendido y estimado, acompañado y
animado. Por fin.
Entonces, y
sólo entonces, podrás recuperar tu alma antigua de niño y traerla de vuelta al
mundo del ahora. Y con ella, llegarán de nuevo todas las características infantiles
de un niño sano que perdiste por no haber sido tratado como el dios que eras.
En esa catarata de cualidades que podrás sentir de nuevo viene navegando la
curiosidad por la vida, la fe innata en que todo acabará bien, la valentía que
proporciona la autoestima, la resistencia que nos da la ilusión, la capacidad
de estar bien si estás explorando solo y la de estar bien si estás compartiendo
en grupo. Se recupera entonces la libertad de ser, de nuevo, espontáneo y
creativo, de poder sentir sin miedo cualquier cosa, de estar otra vez orientado
hacia el ahora y hacia el placer y unificado con la vida y con el
entorno. Entonces recuperamos la esperanza y la voluntad, que son las
características innatas de un niño sano. Todo eso podrá ser nuestro de nuevo
porque es lo que somos, lo que siempre fuimos, lo que siempre podremos ser.
Uno tiene que
elegir entre ir al rescate del tesoro de la vida o abandonar al niño y
envejecer por dentro.
Todos los
dolores del mundo están provocados porque no tratamos a los niños como a Dios.
Mariano Alameda
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