El hijo encarnó en ella como materia y creció sano
porque su madre
funcionaba como la tierra misma.
Ella tenía, para todo su comportamiento, como
ejemplo, a la Naturaleza,
pues ella misma era su reflejo, o su avatar.
Siempre estuvo disponible para cuando él
la necesitaba, pero le respetaba sus espacios y nunca le invadía para que el
niño se desarrollara con libertad. Ella le escuchó siempre con atención sus
balbuceos y luego sus palabras, valorando sus opiniones, planteándole la
posibilidad de que las cosas fueran de otra manera, porque ella era creativa y
se dejaba guiar por la belleza y la verdad para aconsejarle. Le enseñó que las
emociones no son peligrosas, sino que son la manera de equilibrarnos en el
camino de la vida, mientras caminamos oscilando entre unas y otras. La madre
nunca tuvo miedo de mostrarse cambiante emocionalmente frente a él, pues nunca
le engañaba, y no le mentía sobre lo que sentía ni él mismo ni ella, contándole
siempre la verdad adaptada a su edad, para que el niño comprendiera que llorar
y reír, que enfadarse y ceder, que expresar y callar son la muestra de que la
personalidad de uno es sana, porque así es como uno es capaz de adaptarse
a lo que la vida solicita. Le enseñó, por tanto, a no tener miedo a las
emociones propias y las de los demás, porque supo que su expresión modulada es
lo que mantiene el equilibrio del ser y con ello el hijo creció sin miedo ni a
si mismo ni a la mujer y sus variaciones emocionales. Le enseñó para ello
también a esperar y reflexionar, a meterse en la cueva de lo propio para gestar
sus propias certezas, a cuidar lo emergente, a renacer en cada caída.
La madre, siempre, cada vez que le
miraba, le mostró esa mirada de felicidad que le encendía el rostro. Para el niño
esa mirada le decía que era él valioso, digno de amor, destinado a la felicidad
y por ello fue gestando una identidad de sí mismo fluida y afirmativa. Esa
mirada le permitía ser como era y esa manera era naturalmente buena. Ella
siempre supo intuir sus necesidades y supo aportarle lo que no podía conseguir
por sí mismo y, a la vez, supo motivarle para que él accediera a lo que ya
estaba a su alcance. Por eso la confianza en la vida y en sí mismo fue su
brújula de acción para siempre. Le dejó crecer respetando sus tiempos, sabiendo
que la naturaleza tiene sus fases y que esos tiempos son personales y
particulares en cada uno. Creó a su alrededor un ambiente armónico, pues sabía
que somos también eso de lo que estamos rodeados, por eso se encargaba de que la
belleza y el orden lo rodeara, y supo enseñarle a crearlo él mismo. La madre
confiaba y enseñaba que la vida nos trae lo que necesitamos, que la naturaleza
no crea una necesidad que no pueda ser satisfecha. Ella le enseñaba a
distinguir entre la necesidad y el capricho, a permitirse disfrutar de lo
primero sin limitaciones y a no dejarse arrastrar por lo segundo, pues le
harían esclavo y acabarían frustrándolo. Le enseñó con el respeto al padre y
viceversa, que lo femenino (no la mujer) sigue a lo masculino (no al hombre) y
que lo masculino (no el hombre) sirve a lo femenino (no a la mujer). Por eso
los dos géneros estaban integrados en el niño y sus cerebros estaban
coordinados y por eso nunca consideró a la mujer un problema ni a su
masculinidad un desafío. De ella aprendió a saber cuándo apretar y a saber
cuándo relajar, a distinguir cuándo es oportuno rendirse, aceptar y cambiar y
cuando es necesario apretar, esforzarse y persistir. Le mostró también a mediar
entre los individuos, pues su objetivo siempre era el bienestar del
grupo, y por ello sabía limar las asperezas en cuando aparecían, para obtener
una colectividad armónica. Ella sabía manejar los hilos de las relaciones
grupales, para que él pudiera tener confianza en la pertenencia leal a la tribu
sin tener que renunciar a su propia individualidad. Ella era sinuosa, curva,
reflexiva, atrayente, misteriosa, alegre, satisfecha, creativa. Por eso el niño
siempre supo amar a lo femenino dentro y fuera de sí mismo. Y así se hizo hijo
y por eso, en su momento, podría ser padre.
El hijo creció sano porque el padre le
enseñó a nombrar el mundo y le dio los significados adecuados y justos. El
padre era y ejercía, pues, como el Verbo que discriminaba y diferenciaba, y le
enseñó a distinguir lo oportuno de lo inoportuno, lo correcto de lo errado. El
padre fue el transmisor de un mapa adecuado para ser seguido y no perderse
siguiendo ideas confusas. El padre le enseñó con su presencia permanente que
siempre sería protegido y que podía sentirse seguro y, a la vez, le enseñó a
defenderse y afirmarse frente a los desafíos del camino, y por eso el niño
creció activo y tranquilo.
El padre le enseñó a explorar,
llevándole con él para mostrarle cómo manejarse con el mundo, como explorar las
tierras ignotas que tantas serán, cómo hacerlas propias e integrarlas en uno
mismo y así darles nombre y significado. El padre le mostraba cómo distinguir
cuándo ser valiente y cuándo retirarse a esperar el momento propicio, y así le
enseñó el arte de acechar, escuchar y tomar las decisiones correctas. Como el
padre sabía que la vida de los adultos tiene límites, le enseñó a respetar los
que él mismo le imponía, pues el padre era, como debe ser, la ley -si la ley es
buena y justa y su fin es la felicidad-. Por eso el niño luego supo valorar lo
correcto del sistema de lo equivocado, y distinguió qué valores hacer propios y
qué injusticias combatir. El padre le enseñó que el poder del hombre,
unidireccional, certero y persistente, ha de servir a lo femenino, flexible,
receptivo, cambiante y oscilante, pues la felicidad y la aprobación de ella es
la felicidad del hombre y le enseñó cómo lo femenino le seguiría a él – como la
naturaleza de la planta al sol-, si su camino lo merecía y era bueno y
justo y verdadero. Y le enseñó con su ejemplo a mostrarle como el camino se
creaba en base a buscar la felicidad de lo femenino, pues la de ella sería la
suya. El padre supo hacerle afirmativo y ejecutivo, intenso y relajado,
respetuoso y vehemente. Supo el padre también enseñarle a manejar la agresividad
cuando era necesario defenderse de los desafíos y supo motivarle a intentar una
y otra vez la acción fallida hasta que la competencia consigo mismo le llevaba
a confirmarse que él era bueno y que él podía. Y por eso el niño se superaba a
sí mismo continuamente y era estable y sereno, seguro y confiado, esforzado y
ganador. Y supo tomar, con el ejemplo del padre, como buena la derrota si el
otro era mejor, y con humildad la victoria si estaba con él, pues lo que él era
no dependía de lo que conseguía, pero tenía siempre el derecho a ir a por ello.
También el padre le enseñó a no tener que seguirle siempre, a poder derribarle
a veces y a tomar su trono cuando lo mereciera y practicar así a montar su
propio territorio y su propio criterio. Del padre aprendió bajo su brazo a
sentirse bueno y competente, aventurero y cómico, seguro y arriesgado. Y por
eso le hizo hombre
Los dioses arquetípicos, entre otras
muchas cosas que no hemos mencionado, le enseñaron al hijo –con su ejemplo- su
masculinidad y su femineidad sagradas. Por eso estarían ambas, dentro del hijo,
y en el comportamiento del hijo, y en la mirada del mundo del hijo, los dos
géneros para siempre armonizados y en sincronía. Por eso el hijo estaba
completo, centrado e integrado. Por eso sus hemisferios se relacionaban bien y
funcionaban simultáneos. Por eso el hijo tenía las emociones, el pensamiento,
los deseos y la acción en coordinación. Y por eso ejercería y experimentaría
siempre, ya sin tener que buscarlo, su derecho a ser feliz.
Y por falta de recibir todo eso,
nosotros, los hijos del mundo, vivimos en la batalla de los géneros, en el
desorden interno y en la violencia social: porque la madre y el padre
interiores y el patriarcado y el matriarcado exteriores siguen en la batalla de
la primacía, de la venganza, de la alienación y en la batalla del desamor a sí
mismo, al mundo y al otro.
Mariano Alameda
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